La naturaleza lo hace por nosotros
Por Carlos Pérez
Para temer por nuestras vidas, no
hace falta que un espectro sobrenatural nos persiga y tenga intención de
acabarnos, sólo hace falta darse cuenta que cualquier cosa en el mundo tiene el
potencial destructivo para borrarnos del mapa: un guijarro a la vera del
camino; un escalón con algunos milímetros de más; incluso, si a voluntad,
bebemos varios vasos de agua más de los que necesitamos; el roce de una aguja;
las enredaderas de un estanque… Mientras lees esto, podrías haber desencadenado
una serie de eventos que podrían terminar en una absurda tragedia, al mejor
estilo hollywoodense. Destino. La consecución de un inexorable misterio.
Incomprensible. Irónico y cruel, otras veces. Si una solitaria mujer en cinta,
una tarde en la que quiso pasar por el camposanto a visitar al padre de su hijo,
se vuelve antes de salir porque está haciendo mucho frío afuera y va hasta su
armario a tomar algún buen abrigo, el que está en el rinconcito más alto, que
apenas alcanza con la punta de los dedos, lo toma, pero el peso de Crispín en
su vientre, que ha despertado por el esfuerzo, la arroja precipitadamente al
suelo… ¿Es aquello el destino? Rulfo es lapidario sobre este asunto: la vida no
es muy seria en sus cosas.
Pero apartándonos de eso y
volviendo al comienzo. Patricia Highsmith sí que sabe del potencial de cada
pequeña cosa en los designios de la muerte. A través de la prosa de Highsmith,
la naturaleza se convierte en un vórtice que lo devora todo; va reptando
despacio hasta tocar la puerta de la casa.
En esta ocasión se trata de la
familia Sievert: Elinor, su hijo Chris y su marido, Cliff, que había muerto en
un accidente de avión hacía unos meses, y para ella, mudarse a Luddington era
su manera de volver a comenzar. Por el trabajo no habría problema, Elinor era
una periodista independiente y desde allí podría trabajar en su artículo, que trataba
de autoayuda con problemas legales. Podría ir a la biblioteca de Hartford, que
tenía hemeroteca, e investigar un poco. La primera en saludar fue Jane, su
amable vecina. Le ofreció solidariamente su ayuda para cualquier situación,
como cualquier buen vecino. Y bien que la necesitaría después, sobre todo
cuando vea que la carpa que ha comprado para el estanque se ha muerto, y las
enredaderas del estanque asoman vertiginosamente sus tentáculos, retorciéndose
alrededor de los tobillos apenas se acercaba, como invitándola a entrar.
El primero en notar las malezas
del estanque fue Chris (su nombre parece una reminiscencia de Crispín), que a
su imaginación infantil se le antojaron
serpientes. Elinor se lo temía, que Chris se viera atraído por los misterios que
pudieran brotar de su imaginación y que los ponía en el lago; que para Chris,
en el lago bulleran todo tipo de fantasías, y que sólo había que dar un salto
para atraparlas. Al primer intento de Chris por vadearlo, sus pies resbalaron
por la orilla fangosa. Elinor furiosa, pero sobre todo, para sentir que tenía
todo el control del asunto, pidió a Jane el número de alguna compañía que
pudiera venir y drenar el lago. Fue cuestión de una llamada y al día siguiente estaban
allí los trabajadores. Ella aprovecharía para trabajar en su artículo. Viendo
la cuenca que había quedado, hizo una tierna reprimenda a Chris para que no
volviera a caminar cerca de la orilla. Le procuraba un cierto alivio de sus
horribles pensamientos ver el barro del fondo del estanque secándose al sol.
Luego trataba de no pensar más en eso, en que Chris era un buen niño, eso se lo
confirmaban sus ojos azules al prometerle no acercarse al estanque sin su
supervisión. Entonces procuraba pasar con él todo el tiempo que estuviera
afuera: trabajaban en el jardín plantando algunos rábanos. Al volver adentro
luego de trabajar en el jardín, cayó un fuerte aguacero que mojaba sus plantas
sin que ella tuviese que hacerlo, la naturaleza lo hacía por ella, pero toda el
agua que no caía a sus plantas, caía al cuenco vacío del estanque, llenándolo
otra vez para que en sus aguas se reunieran para siempre los Sievert.
La Naturaleza es imparable. Al
decir de Borges: Dios, Tiempo, Destino, ¿no serán todos nombres de la misma
cosa?